Ni listado moral ni consuelo para el futuro
El Monte de las Bienaventuranzas es una colina situada a unos kilómetros de Cafarnaum. En su cima hay una iglesia de forma octogonal, en recuerdo de las ocho bienaventuranzas mencionadas en el evangelio de Mateo, al recoger uno de los mensajes más conocidos y famosos de Jesús de Nazaret, uno de los que mejor condensa lo esencial de su teología.
A veces se interpretan las “bienaventuranzas” como una lista de normas de conducta: “se debe” ser pobre, “se debe” ser misericordioso… Esta interpretación moralista falsea el contenido de esta “buena noticia” destinada a los pobres, a los perdedores, a los sin poder. Las bienaventuranzas no son normas morales ni mucho menos una fórmula de consuelo para aquellos y aquellas a quienes les va mal en este mundo para decirles que, a cambio, les irá bien en el “más allá”.
Dios toma partido por los pobres
Felices los pobres es la bienaventuranza que las resume todas. Jesús llamó felices a los pobres porque les anunciaba que Dios está de su parte y que, con esa convicción de que Dios no es neutral ante sus miserias, se unirían a otros pobres y dejarían de ser pobres. Jesús no llamó “felices” a los pobres porque se portaran bien, o porque aguantaran sin chistar sus miserias, sino porque eran pobres. La buena noticia que les anunció es que Dios los prefiere a ellos, y no porque sean buenos, sino porque son pobres. Dios, como justo que es, quiere que haya justicia y que los pobres dejen de serlo.
Pobres y pobres “de espíritu”
Se ha especulado y discutido mucho sobre quiénes son los pobres a los que se refirió Jesús en las bienaventuranzas. El texto de Lucas (Lucas 6,20-26) habla de “pobres” y el de Mateo (Mateo 5,1-12) de “pobres de espíritu”. La tradición de Lucas es la más primitiva. Los pobres a los que se dirigió Jesús son los que realmente no tienen nada, los que tienen hambre. El “espíritu” que más tarde añadió Mateo recoge las fórmulas empleadas por los profetas del Antiguo Testamento, que hablaron del espíritu humilde de los “anawim” (pobres).
La palabra hebrea “anawim” es sinónimo de desgraciados, indefensos, desesperanzados, hombres y mujeres que saben que están en manos de Dios porque son rechazados por los poderosos, gentes marginadas tanto por la religión del Templo como por el sistema político del Imperio. Lucas acentúa el aspecto de opresión exterior. Mateo, el aspecto de la necesidad interior de quienes padecen esa opresión exterior. Pero ninguno de los dos habla de “ricos que son pobres de espíritu”.
Mateo y Lucas escribieron para públicos distintos. Las comunidades para las que escribió Lucas estaban compuestas mayoritariamente por hombres y mujeres oprimidos dentro de la poderosa estructura del imperio romano: esclavos, habitantes de ciudades en las que existían enormes diferencias sociales, gente explotada por duras condiciones de vida. Mateo escribió para comunidades judías que tenían aún la tentación del fariseísmo: considerar buenos sólo a los decentes, a los que cumplen las leyes. Los “pobres de espíritu” de Mateo son el equivalente de los inmorales, los pecadores, los de mala fama.
A pesar de esta diferencia de matiz, ambos evangelistas quisieron dejar bien claro el sentido profético de las palabras de Jesús: Dios regala su Reino a los pobres del mundo. A los pobres-pobres. El mensaje de Jesús en las bienaventuranzas resultó revolucionario en la historia de las religiones. Además de expresar que la norma moral no contaba para nada como criterio de la benevolencia de Dios, anunció de qué lado estaba Dios en el conflicto histórico: del lado de los de abajo.
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