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martes, 7 de mayo de 2019

El Sacramento de la vida

EL SACRAMENTO DE LA COLILLA



En el fondo del cajón se esconde un pequeño tesoro: una cajita de cristal con una pequeña colilla; de picadura y de humo amarillento como las que se suelen fumar en el Sur del Brasil. Hasta aquí nada nuevo. Sin embargo esa insignificante colilla tiene una historia única. Habla al corazón. Posee un valor evocador de infinita añoranza.

Fue el día 11 de agosto de 1965. Munich, en Alemania. Lo recuerdo muy bien: Allá afuera las casas aplaudían al sol vigoroso del verano europeo; flores multicolores explotaban en los parques y se asomaban sonrientes a las ventanas. Son las dos de la tarde. El cartero me trae la primera carta de la patria. Llega cargada de nostalgia abandonada por el camino recorrido.

La abro ansiosamente. Escribieron todos los de casa; parece casi un periódico. Flota un misterio: «Estarás ya en Munich cuando leas estas líneas. Igual a todas las otras, esta carta es, sin embargo, diversa de las demás y te trae una hermosa noticia, una noticia que, contemplada desde el ángulo de la fe es en verdad motivo de alborozo. Dios exigió de nosotros, hace pocos días, un tributo de amor, de fe y de embargado agradecimiento.

Descendió al seno de nuestra familia, nos miró uno a uno, y escogió para sí al más perfecto, al más santo, al más duro, al mejor de todos, el más próximo a él, nuestro querido papá. Dios no lo llevó de entre nosotros, sino que lo dejó todavía más entre nosotros. Dios no llevó a papá sólo para sí, sino que lo dejó aún más para nosotros. No arrancó a papá de la alegría de nuestras fiestas sino que lo plantó más a fondo en la memoria de todos nosotros. No lo hurtó de nuestra presencia, sino que lo hizo más presente. No lo llevó, lo dejó. Papá no partió, sino que llegó. Papá no se fue sino que vino para ser aún más padre, para hacerse presente ahora y siempre, aquí en Brasil con todos nosotros, contigo en Alemania, con Ruy y Clodovis en Lovaina y con Waldemar en Estados Unidos».

Y la carta proseguía con el testimonio de cada hermano, testimonio en el que la muerte, instaurada en el corazón de la vida de un hombre de 54 años, era celebrada como hermana y como la fiesta de la comunión que unía a la familia dispersa en tres países diversos. De la turbulencia de las lágrimas brotaba una serenidad profunda. La fe ilumina y exorciza el absurdo de la muerte. Ella es el «vere dies natalis» del hombre. Por eso, en las catacumbas del viejo convento, en presencia de tantos vivos del pasado, desde Guillermo de Ockham hasta el humilde enfermero que pocos días antes acababa de nacer para Dios, celebré durante tres días consecutivos la misa santa de Navidad por aquel que allá lejos, en la patria, ya había celebrado su Navidad definitiva. ¡Y qué extraña profundidad adquirían aquellos antiguos textos de la fe: «puer natus est nobis…»!

Al día siguiente, en el sobre que me anunciaba la muerte, percibí una señal de vida del que nos había dado la vida en todos los sentidos, y que me había pasado desapercibido: una colilla amarillenta de un cigarrillo de picadura. Era el último que había fumado momentos antes de que un infarto de miocardio lo hubiera liberado definitivamente de esta cansada existencia. La intuición profundamente femenina y sacramental de una hermana, la movió a colocar esta colilla de cigarrillo en el sobre.

De ahora en adelante la colilla ya no es una colilla de cigarrillo. Es un sacramento.

Está vivo y habla de la vida. Acompaña a la vida. Su color típico, su fuerte olor y lo quemado de su punta lo mantienen aún encendido en nuestra vida. Por eso es de valor inestimable.

Pertenece al corazón de la vida y a la vida del corazón. Recuerda y hace presente la figura del padre, que ahora ya se convirtió, con el pasar de los años, en un arquetipo familiar y en un marco de referencia de los valores fundamentales de todos los hermanos. «De su boca oímos, de su vida aprendimos que quien no vive para servir no sirve para vivir». Es la advertencia que colocamos para todos nosotros en la lápida de su tumba.


¿Qué es además un sacramento?


Siempre que una realidad del mundo, sin abandonar el mundo, evoca otra realidad diversa de ella, asume una función sacramental. Deja de ser cosa para convertirse en señal o símbolo. Toda señal, es señal de algo o de algún valor para alguien. Como cosa puede ser absolutamente irrelevante. Como señal puede adquirir una valoración inestimable y preciosa.

Así la colilla del cigarrillo de picadura que, en cuanto cosa, se tira a la basura. Pero en cuanto símbolo se guarda como tesoro inapreciable.

¿Qué es lo que hace que algo sea un sacramento? Ya hicimos la reflexión, al describir el sacramento del vaso, de que la visión humana interior de las cosas las trasmuta en sacramentos. Es la convivencia con las cosas la que las crea y recrea simbólicamente. Es el tiempo perdido con ellas, es el cautivarlas, es el inserirlas dentro de nuestras experiencias, lo que las humaniza y las hace hablar la lengua de los seres humanos. Los sacramentos revelan un modo típico de pensar del hombre. Existe un verdadero pensamiento sacramental, como existe un pensamiento científico. En el pensamiento sacramental, en un primer momento, todo es contemplado «sub specie humanitatis».

Todo revela el hombre, sus experiencias bien o mal acontecidas, y finalmente su encuentro con las múltiples manifestaciones del mundo. En ese encuentro el hombre no aborda el mundo en forma neutra. Juzga. Descubre valores. Se abre o se cierra a las evocaciones que le provoca. Interpreta. La convivencia con el mundo le da elementos para que construya su morada. Su habitación es la porción del mundo domesticada en la que cada cosa tiene su nombre y ocupa su lugar. En la habitación, las cosas no están puestas al azar.

Participan del orden humano. Se vuelven familiares. Revelan lo que es el hombre y cómo es. Hablan y retratan al que en ella habita.

Cuanto más profundamente se relacione el hombre con el mundo y con las cosas de su mundo, más aparece la sacramentalidad. Surge entonces la patria, que es algo más que la extensión geográfica del país; aparece entonces el terruño que nos vio nacer y que es más que el pedazo de tierra del estado; surge entonces la ciudad natal, que es más que la suma de sus casas y de sus habitantes; emerge entonces la pasa paterna, que es más que un edificio de piedras. En todo esto habitan valores, moran espíritus buenos y malos, y se delinea el paisaje humano. El pensamiento sacramental hace que los caminos que andamos, las montañas que vemos, los ríos que bañan nuestras costas, las casas que habitan nuestros vecinos, las personas que crean nuestra convivencia, no sean simplemente personas, casas, ríos, montañas y caminos como otros del mundo entero. Son únicos e inigualables. Son una parte de nosotros mismos. Por eso nos alegramos y sufrimos con su destino. Lamentamos el derribo de la enorme mole de la plaza. Lloramos con la demolición del viejo barracón. Con ellos muere algo de nosotros mismos. Es porque ya no son meras cosas. Son sacramentos de nuestra vida bendecida o maldita.

Fragmento del libro "Los sacramento de la vida", de Leonardo Boff

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