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martes, 7 de mayo de 2019

Los Sacramentos de la vida

EL SACRAMENTO DEL PAN


De vez en cuando se cuece pan en casa. Un hecho semejante no deja de ser extraño. ¡En una gran ciudad, con tantas panaderías, en un apartamento, alguien se concede el lujo (o el trabajo) de hacer el pan! No es una necesidad, ni es un pan para matar el hambre. Hacer el pan obedece a un rito antiguo, surge de una necesidad más fundamental que la de matar el hambre. Se repite un gesto arquetípico. El hombre primitivo repetía algunos gestos, gestos primordiales con los que se sentía unido al origen de las cosas y al sentido latente del cosmos.

Lo mismo ocurre aquí: se repite un gesto pleno de sentido humano que va más allá de las necesidades inmediatas.

Ahora el pan se cuece en la estrechez del horno de una cocina de gas. Ya no es como antes, en un enorme horno de ladrillos. El pan se amasa con la mano; largo tiempo. Las cosas no se amasan sin dolor. Una vez cocido, se reparte entre los muchos hermanos que ahora ya están fuera y tienen sus familias y sus hijos. Todos hallan el pan, sabroso. «¡Es el pan de mamá!». Hay en él algo de especial que no se encuentra en el pan anónimo, sin historia, comprado en la panadería del portugués de al lado o en el supermercado del centro.

¿Qué es ese algo que hay en el pan? ¿Por qué se reparte el pan entre los miembros de la familia? Es porque ese pan es un pan sacramental. Está hecho de harina de trigo, con todos los ingredientes de cualquier pan. Y sin embargo es diferente. Diferente, porque sólo él evoca otra realidad humana que se hace presente en ese pan hecho por la madre de cabellos blancos, ya viuda, pero ligada a los gestos originarios de la vida y, por consiguiente, al sentido profundo que lleva consigo cada cosa familiar.

Ese pan evoca el recuerdo de un pasado en el que se cocía semanalmente con mucho sacrificio. Eran once bocas como de pajarillos, esperando el alimento materno. Temprano se levantaba aquella que se convirtió en símbolo de la «mulier fortis» y de la «magna mater».

Hacía un montón con mucha harina de trigo, blanquísima. Cogía la levadura. Añadía muchos huevos. De vez en cuando ponía también batatas dulces. Y después, con brazo fuerte y mano vigorosa, amasaba el pan, hasta que se formaba homogéneamente la masa. Esta se cubría con un poco de harina de maíz, más gruesa, y por fin con una toalla blanca.

Al levantarnos ya estaba allí, sobre la mesa, la enorme masa. Nosotros, los pequeños, espiábamos por debajo de la toalla para ver la masa fofa y blanda. A escondidas, con el índice, cogíamos un poco de masa y la cocinábamos sobre la chapa caliente del fogón de leña. Y después venía el fuego del horno. Se necesitaba mucha leña. Las peleas eran frecuentes… ¿A quién le toca hoy ir a por leña? Pero cuando salía el pan rosado como la salud, todos se alegraban. Los ojos de la madre brillaban por entre el sudor del rostro enjugado con el delantal blanco.

Como en un ritual, todos cogían un pedazo. El pan nunca se cortaba. Hasta hoy. El pan se despedazaba. Quizás para recordar a aquel que fue reconocido al partir el pan (cfr. Lc 24,30.35). Aquel pan, amasado en el dolor, crecido en la expectativa, cocido con sudor y comido con alegría, es un símbolo fundamental de la vida. Siempre que papá iba de viaje, mamá lo esperaba con una gran hornada de pan. Y él, como nosotros los niños, se alegraba con el pan fresco, comido con queso o salchichón italianos y una buena copa de vino. Nadie como él gozaba tanto del sabor de la existencia simple en la frugalidad generosa de estos alimentos primordiales de la humanidad.

Ahora, cuando se hace el pan en el apartamento, cuando se distribuye entre los hermanos, es para recordar el gesto de otros tiempos. Nadie de entre los hermanos se percata de eso. Quien lo sabe es el inconsciente y las estructuras profundas de la vida. El pan trae a la memoria consciente lo que está encubierto en las profundidades del inconsciente familiar.

Este puede siempre ser avivado y ser re-vivido. Los hermanos dirán que este pan es el mejor del mundo. No porque sea fruto de alguna fórmula concreta con la que los negociantes harían fortuna, sino porque es un pan arquetípico y sacramental. En cuanto sacramento participa de la vida de los hermanos; es bueno para el corazón. Alimenta el espíritu de la vida. Está saturado del sentido que trans-luce y trans-parenta en su materialidad de pan.



El pensamiento sacramental: una experiencia total

Ya hemos reflexionado sobre el pensamiento sacramental. Este se caracteriza por el modo como el hombre aborda las cosas, no indiferentemente, sino creando lazos con ellas y dejándolas entrar en su vida. Entonces ellas comienzan a hablar y a ser expresivas del hombre. Desde el momento en que nos adueñamos de una cosa, ella comienza a pertenecer a nuestro mundo, se vuelve única. Ya lo decía el principito a las cinco mil rosas del jardín, totalmente iguales a la única de su planeta B 612 que él había hecho suya: «Vosotras no sois en absoluto iguales a mi rosa, vosotras no sois nada todavía. Todavía nadie os ha hecho suyas ni habéis hecho vuestro a nadie. Sois lo mismo que era mi zorro. Era igual a cien mil otros. Pero yo me hice amigo de él y ahora es único en el mundo». Esa rosa, lo mismo que el zorro, se transformaron en sacramentos. Hacen visible la convivencia, el trabajo de crear lazos, la espera, el tiempo perdido. El trigo es inútil para el zorro. Los campos de trigo no le recuerdan nada. Pero el principito tiene los cabellos color de oro… Y entonces, el trigo color de oro comienza a hablar. Se transforma en sacramento. Le hace recordar al principito. Y el zorro comenzará a amar el remolino del viento en el trigal color de oro.

Lo mismo ocurre con el pan. Ese pan no es igual a ningún pan en el mundo. Porque sólo él, con su aroma, con su gusto inconfundible y con el trabajo realizado por la madre, recordará la vida de ayer. Pero, ¿cómo la recordará?



In-manencia, trans-tendencia, trans-parencia

El pan recuerda algo que no es pan. Algo que trans-tiende el pan. El pan, por su parte, es algo inmanente: permanece ahí. Tiene su peso, su composición de elementos empleados (harina; huevos, agua, sal y levadura), su opacidad. Ese pan (realidad- inmanente) hace presente algo que no es pan (realidad trans-tendente). ¿Cómo lo hace? Por el pan y a través del pan. El pan se vuelve entonces trans-parente para la realidad trans-tendente. Deja de ser puramente in-manente. Ya no es como los demás panes. Es diferente. Es diferente porque recuerda y hace presente por sí mismo (in-manencia) y a través de sí mismo (trans-parencia) algo que va más allá de sí mismo (trans-tendencia).

El pan se vuelve trans-lúcido, trans-parente y diá-fano de la realidad del alimento, del hambre, del esfuerzo de la madre, del sudor, de la alegría de repartir el pan, de la vuelta del padre. Todo el mundo de la infancia se hace, de repente, presente en la realidad del pan y a través de la realidad del pan.

El sacramento introduce dentro de sí una experiencia total. El mundo no está sólo dividido en inmanencia y transcendencia. Existe otra categoría intermedia, la trans-parencia, que acoge en sí tanto a la inmanencia como a la transcendencia. Estas dos no son realidades opuestas, una frente a otra, excluyéndose, sino que son realidades que comulgan y se encuentran entre sí. Se tras-pasan, se con-jugan, se com-binan, se a-socian, se re-ligan, se con-catenan, se co-munican y con-viven una en la otra. La transparencia quiere decir exactamente eso: lo transcendente se hace presente en lo inmanente, logrando que esto se vuelva transparente a la realidad de aquello. Lo trascendente, irrumpiendo dentro de lo inmanente, transfigura lo inmanente, lo vuelve transparente.

Entender esto es entender el pensamiento sacramental y la estructura del sacramento. No entender esto significa no entender nada del mundo de los símbolos y de los sacramentos. El sacramento (trans-parencia) participa, por tanto, de dos mundos: del trascendente y del inmanente. Eso no ocurre sin tensiones y tentaciones. El sacramento puede inmanentizarse excluyendo la transcendencia y entonces se vuelve opaco, sin el -fulgor de la transcendencia que transfigura el peso de la materia. El sacramento se puede transcendental izar, excluyendo la inmanencia y entonces se vuelve abstracto; pierde la concreción que la inmanencia confiere a la transcendencia. En ambos casos se perdió la trans-parencia de las cosas. Se pervirtió el sacramento.

De vez en cuando, allá en casa, se come el pan partido, hecho por la madre. Es bueno como la vuelta de un padre. Es mucho más que alimento. Es fruto del dolor, de la alegría, del cariño a los hijos, de la sorpresa de un regreso, de las peleas a causa de la leña, del hambre saciada. Es bueno para el corazón. Alimenta el espíritu y no el cuerpo. Porque es un sacramento.

Fragmento del libro Los Sacramento de la vida, del Leonardo Boff

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