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miércoles, 15 de mayo de 2019

¿Pecados o delitos?





Una alquimia perversa 

Lo que Jesús observa en una calle de Jerusalén es muy frecuente observarlo hoy en cultos evangélicos, en sesiones de nuevos grupos cristianos, en las reuniones de los miembros de la Fraternidad de Hombres de Negocios del Evangelio Completo. Personas que “confiesan” a gritos o con discursos retóricos sus “pecados” y proclaman haber sido perdonados al “aceptar” a Cristo. Pero a menudo los “pecados” de los que hablan ―extorsiones, robos, falsificaciones, maltratos a sus esposas, abusos sexuales― son todos delitos penados por las leyes. Pretenden que la “conversión” ante Dios los eximirá de pasar por los tribunales de justicia y pagar por sus delitos. Transformar delitos en pecados es una alquimia perversa. 
Distorsiona el mensaje de Jesús y favorece la cultura de impunidad en los países en donde existe excesiva tolerancia a la corrupción y tan fácilmente se “perdonan” los delitos que cometen los personajes con fama y con poder, interpretándolos como ligerezas, flaquezas, debilidades, pecados que Dios perdona siempre, “porque de humanos es errar”. 


Zaqueo, un delincuente arrepentido 

Jesús recuerda a Zaqueo, un hombre a quien conoció en Jericó (Lucas 19,1- 10). Zaqueo cobraba impuestos en aquella ciudad, por donde pasaban muchas caravanas comerciales. Con Nicodemo y José de Arimatea es uno de los pocos ricos que conocemos que cambiaron de vida al conocer a Jesús y escuchar su mensaje.

 Los impuestos que cobraban los “publicanos” (cobradores de impuestos) como Zaqueo iban a parar a las arcas romanas. Los puestos de publicanos eran subastados por las autoridades romanas, arrendándolos al mejor postor. Los publicanos tenían que pagar después a Roma por el alquiler y por otros gastos. Poca ganancia les quedaba si eran honrados en el cobro. Por eso, aumentaban las tasas arbitrariamente, quedándose con la diferencia. Sus continuos fraudes y su complicidad con el poder romano los convertían en personas despreciadas y odiadas por el pueblo. Al arrepentirse de sus delitos, Zaqueo entendió que no bastaba con decir que tenía fe si no devolvía lo robado. Y fue severo consigo mismo: se aplicó la ley romana, que ordenaba restituir el cuádruple de lo robado, y no la ley judía, mucho menos exigente. 



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