La lapidación: una tortura
La lapidación o apedreamiento es un método de ejecución muy antiguo. Es una tortura porque la muerte llega de forma lenta y esto incrementa el sufrimiento. Al ejecutado de esta forma se le amarra o se le entierra medio cuerpo en la tierra para que no pueda huir.
En la medida en que la humanidad ha tomado conciencia de los derechos humanos, esta cruel tortura fue siendo desterrada de las legislaciones. En la Sharía o Derecho islámico existen delitos sexuales, especialmente el adulterio cometido por mujeres, que se castigan con la lapidación, tal como ocurría en tiempos de Jesús. Pero esta barbaridad ya no se practica en todos los países islámicos. En el Código Penal de Irán se establece la lapidación como pena para el adulterio y se especifica que no deben utilizarse piedras tan grandes como para matar a la persona de uno o dos golpes ni tan pequeñas como para no considerarlas piedras. Según Amnistía Internacional, después de varios casos detectados en Nigeria en 2006, se conocieron otros casos aislados en Afganistán, Irán e Irak.
Para evitar prejuicios simplificadores y tener una visión más compleja de la situación de la mujer en el Islam resulta de mucho interés leer las obras de la escritora marroquí Fatema Mernisi. Especialmente provocador para la cultura occidental resulta su texto “El harén en Occidente” (Espasa Calpe, 2006).
El adulterio y la ley del embudo
En Israel, el adulterio era considerado un delito público. Las leyes más antiguas lo castigaban con la muerte. Con los años, la tradición y las costumbres, controladas por hombres, le dieron a esta ley, como a tantas otras, una interpretación machista. Y así, el adulterio del hombre casado sólo era delito si las relaciones eran con una mujer casada, pero si era soltera, prostituta o esclava, la relación no era delictiva ni se consideraba adulterio.
La ley era la del embudo: en el caso de la mujer bastaba que tuviera relaciones con cualquier hombre. Tradicionalmente, la mujer sospechosa de adulterio era sometida a una prueba pública: la hacían tomar aguas amargas. Si le hinchaban el vientre se determinaba que había sido adúltera. Si no sentía malestar, todo quedaba en falsa sospecha (Números 5,11-31). Esta prueba la realizaba diariamente un sacerdote en la Puerta de Nicanor en el Templo de Jerusalén. El hombre no era sometido a este humillante rito.
La lapidación: un castigo comunitario
En tiempos de Jesús, comprobado el adulterio, la mujer debía ser apedreada por la comunidad. Como el adulterio era un pecado público, se debía borrar pública y colectivamente. Los vecinos del lugar en que la pecadora había sido descubierta eran quienes apedreaban a la mujer. Generalmente, se la apedreaba en las afueras de la ciudad o aldea. Los testigos de los hechos debían arrojar las primeras piedras. Otros delitos castigados con el apedreamiento eran la blasfemia, la adivinación, la violación del descanso del sábado y varias formas de idolatría.
Aguantar, soportar, sufrir: una virtud de las mujeres
El judaísmo de tiempos de Jesús discriminaba a las mujeres. Y actualmente, el cristianismo continúa discriminadoras, aun cuando las crueles leyes de la Biblia ya no se practiquen. Para entender el nivel de discriminación de la iglesia católica es significativo, por ejemplo, que en el documento que el Cardenal Ratzinger ―posteriormente Papa Benedicto 16―, escribió en mayo de 2004 como Prefecto de la Doctrina de la Fe con el pretencioso título “Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y en el mundo” no exista una sola línea de reflexión y de condena de la violencia contra las mujeres, un tema que, por fin, es hoy objeto de preocupación, debate, investigación y acción en todo el mundo.
Más bien, en esa Carta, entre otras cosas, Ratzinger dice de la mujer: Es ella la que, aun en las historias mas desesperadas posee una capacidad única de resistir las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de dar vida humana.
Esta cita refuerza una cualidad asignada socialmente a las mujeres: soportar el sufrimiento a costa de su propia vida, aguantar sin desesperarse. De ideas así se deriva que las mujeres soporten en silencio la violencia contra ellas. En vez de denunciar deben sobrellevar, en vez de liberarse deben tener paciencia. Ideas religiosas providencialistas (todo lo que sucede es voluntad de Dios) y creencias religiosas que enseñan el sacrificio y la abnegación como meritorios ante Dios (Jesús nos salvó sufriendo), provocan que las mujeres interioricen como valor el sufrir sumisamente y con paciencia la violencia que padecen, porque es “la cruz que les tocó cargar” y porque así “ganan el cielo”.
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